• LatAm premiere: Clarisa Navas, directora de “El príncipe de Nanawa”

    Clarisa Navas.

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LatAm premiere: Clarisa Navas, directora de “El príncipe de Nanawa”

Después de realizar “Hoy partido a las 3” y “Las mil y una”, la directora y guionista argentina Clarisa Navas regresa con “El príncipe de Nanawa”, un documental que sigue a un chico en una ciudad fronteriza entre Paraguay y Argentina a lo largo de 10 años. La película tuvo su estreno mundial hace pocas semanas en Visions du Réel, donde se llevó el premio máximo.

Producida por Yagua Pirú cine y Gentil Cine (Argentina), en coproducción con Tekoha (Paraguay), Invasión Cine (Colombia) y Autentika Films (Alemania), “El príncipe de Nanawa” sigue la vida de Ángel, quien, tras un encuentro fortuito con la directora en un mercado local, se convierte en el centro de esta historia. A través de los años, la cámara capta el crecimiento de Ángel, su cotidianidad, sus gustos, sus decisiones, su personalidad, a medida que va forjando, su familia, sus amigos, sus afectos y el lazo que va entablando con el propio equipo que lo registra, especialmente con Navas. 

¿En qué momento el encuentro fortuito con Ángel se convirtió de forma consciente en una película?

En nuestro primer encuentro en el mercado de Nanawa, Ángel me dijo que por favor no me olvidara de él y a mí eso me quedó grabado. Unos meses más tarde, la necesidad de verlo y cumplir esa promesa se hizo más fuerte, y lo único que se me ocurrió fue proponerle que hiciéramos una película juntxs. No sabía bien de qué, me imaginaba una suerte de película diario. Cuando volví a ver a Ángel, le comenté la idea a Luci, su mamá, él estaba muy emocionado y Luci dijo que lo iban a pensar; así pasaron varios meses hasta que nos dijeron que sí. Al siguiente encuentro fuimos al cumpleaños de Ángel y le regalamos una handycam con mis compañerxs del colectivo Yagua Pirú cine (Lucas Olivares, Liz Haedo, Maia Navas, Ana Carolina Garcia) y Mariana Repetto, que también nos ayudó mucho a lo largo de los años. Con ese impulso de filmar y de tener con quienes imaginar, arrancó la consciencia de estar haciendo una película. Que Ángel empezara a hacer sus propias imágenes y a dar cuenta de todo lo que pensaba fue un gran motor. Desde el arranque, el proceso estuvo ya un poco fuera de mi control (por suerte), y tuvo una trayectoria que ni yo ni mis compañerxs de equipo podríamos habernos imaginado. 

Una producción concebida durante tantos años imagino que fue mutando por los distintos contextos que se presentaban y la propia vida del protagonista, ¿cómo fue ese proceso de trabajo a través de los años? 

El proceso fue totalmente transformador, nos cambió la vida radicalmente. Antes, cuando grababa documentales para ciertos formatos, siempre sentía la falta de tiempo: ni los lugares, ni las personas se llegaban a conocer. Me quedaba una sensación de poco, creo que esta película es una resistencia a esos modos y, sobre todo, un gran ejercicio de paciencia a contrapelo de la época. Filmar a lo largo del tiempo registrando el crecimiento de Ángel, pero también la construcción del vínculo con nosotrxs, creo que es algo indecible, algo que excede completamente la dimensión de hacer una película. En algún momento, esa idea del cine como modo de vida tomó todo el hacer, y el registro de grabar se convirtió en un hábito entre nosotrxs.

Lógicamente que hubo momentos muy difíciles por fuera de lo grabado y que tienen que ver con el tránsito de la vida, pero también con el crecer y habitar un territorio siempre expuesto a tensiones y a situaciones límites. Ahí solo queda acompañar y poner el cuerpo, en 10 años nos pasó de todo a todxs y creo que el cuidarnos fue lo que primó. A lo largo de una década, fue nuestra amistad la que nos mantuvo con entusiasmo, una y otra vez encontramos el modo de que esa chispa no se apagara. Por otro lado, sostener un proceso durante tanto tiempo con economías tan devastadas como las de Paraguay y Argentina fue un desafío gigante que se pudo llevar a cabo con una producción que entendía muy bien las fragilidades del contexto.

Tras haber hecho dos ficciones, ¿por qué te interesó este retrato más documental?

Cuando conocí a Ángel, habíamos terminado de rodar “Hoy partido a las 3” y todavía faltaban dos años para terminarla. “Las mil y una” la grabamos mientras hacíamos “El príncipe de Nanawa”. De alguna manera, siento que todos los procesos se fueron nutriendo entre sí. A la vez, hay algo que las tres películas tienen en común y es disponerse a estar con otrxs, entregarse a los acontecimientos y sostener ese impulso de imaginar pese a las situaciones difíciles; además, las tres están  situadas en nuestra región del nordeste. Por supuesto que en la ficción siempre está la posibilidad de cierto control de la narrativa, un proceso como el de “El príncipe de Nanawa” es diferente, lleva a amigarse con lo incontrolable, con lo cambiante a cada momento y con lo maravilloso también que puede resultar no saber todo y entregarse a eso. Para mí, cada vez son más indistintos estos campos de la ficción y el documental, finalmente hacemos imágenes que habilitan mundos, que disparan o no nuevas imaginaciones y formas de estar, de existir y de crear otras realidades. 

“Para romper con la homogeneidad, sí o sí hay que inventar nuevos modos de hacer, cada película tiene un modo particular, cuando eso se estandariza, algo muere en el medio, entender de qué está hecho un proceso lleva tiempo”.

Más que el retrato de la vida de Ángel, la película es una historia sobre el vínculo que ustedes entablaron a través de los años. ¿Eso siempre estuvo latente o fue una lectura, por así decirle, que surgió en el montaje?

Al inicio quizás había una idea un poco más ligada a la niñez, a cómo era ser niñx ahí, ver el mundo en esa clave, pero eso cambió cuando le regalamos la handycam y lo primero que hizo Ángel fue grabarme a mí y luego a Lucas. Ahí nos dimos cuenta que la cosa iba a ir de un vínculo y que había que poner el cuerpo en esa experiencia de manera literal, lo que, a su vez, nos pareció una forma más ética y menos desigual de comenzar un proceso con un niño, exponerse también en esas imágenes y no solo observar. Creo que eso es algo que nos define, hacer un cine más ligado al tacto, al abrazo, al estar cerca y no soltarse la mano aunque las cosas no salgan como se planearon. La mera observación no nos interesa, esta película es una suerte de manifiesto pero sin consigna, o quizás sí, y tiene que ver con cuidarse mutuamente, una protesta que pasa por formar lazos y sostener que el cine también puede ser un modo de estar juntxs y de arrebatarle a la vida o a las circunstancias algo que de primera parecía negado o imposible.   

¿Cómo se trabajó el montaje de la película?

Primero fueron meses de clasificación de las cientos de horas de material con nuestro colectivo Yaguá Pirú. Luego, empezamos a editar con Eugenia Campos Guevara y Lucas Olivares, ahí llegamos a un corte de ocho horas que le decíamos la jornada laboral, a partir de eso pasamos a trabajar con nuestra montajista, Florencia Gómez García, con la que ya habíamos montado “Las mil y una”. Fue un proceso de dos años a la par que seguíamos grabando con Ángel. Fue un montaje muy desafiante en el que las elipsis y omisiones juegan un papel clave en esa concepción del tiempo, en ciertas interrupciones que se retoman mucho tiempo después. Finalmente, una vida siempre es un montaje, pero no queríamos que ese hilo invisible que hilvana fuera una articulación alejada de las sensaciones que algunas etapas vitales nos habían dejado. Acercarse a eso, dar cuenta de una sensación en cada edad, en cada encuentro, fue algo muy complejo y por demás rico de atravesarlo con Florencia, que tenía otra distancia con los acontecimientos. 

Fueron dos años de pensar mucho en relación al tiempo, a cómo dar cuenta de las mutaciones de un vínculo y cómo expresar una duración que no se plegara a esas síntesis obligadas que terminan atomizando los procesos, una duración que estuviera a la altura de la consistencia que dejan esos momentos de los cuales está hecha la experiencia vital. 

Esta es una película que escapa a los cánones industriales o más hegemónicos, desde su propia concepción, producción, duración...hasta el territorio que habita. ¿Cómo se logra hacer un cine tan libre cuando todo tiende a tornarse homogéneo?

¡Qué buena pregunta! Creo que hacer un cine más parecido a lo que una entiende por libre se logra con una buena dosis de obstinación, pero sobre todo con alianzas afectivas y creativas que compartan esas ideas y se entreguen al riesgo de transgredir las formas establecidas de hacer. Lucas Olivares y Liz Haedo fueron los primeros en entrar en todo esto y mantuvieron el compromiso por casi una década,  y eso fue clave para tener la confianza y el apoyo que supone largarse a lo imprevisto. También fue muy importante la confianza desde la producción con Eugenia Campos Guevara, creo que todas las personas que participaron en esta película abrazan mucho los riesgos. 

Creo que tampoco hay que tenerle miedo al fracaso, en muchos momentos esta película estuvo a punto de no ser, o de ser algo completamente diferente, ese vértigo es parte de la experiencia. Para romper con la homogeneidad, sí o sí hay que inventar nuevos modos de hacer, cada película tiene un modo particular, cuando eso se estandariza, algo muere en el medio, entender de qué está hecho un proceso lleva tiempo. También viene bien salir del cine, a veces todo queda atrapado en esa idea de estar haciendo una película y de dialogar con el cine, cuando eso se apacigua, la vida comienza a aparecer. 

Al no responder a las lógicas de industria, la financiación debe haber sido compleja. ¿Cuál fue la estructura que se plantearon para poder producirla a través de los años?

Fue una gran ingeniería, al comienzo éramos jóvenes intrépidos sin ningún financiamiento, pero con muchas ganas y con una pequeña beca del Fondo Nacional de las Artes con la que comenzamos a hacer la película. Al tiempo se sumó la coproducción con Sofia Paoli Thorne de Paraguay (Tekoha). Con el correr de los años, el tema de la financiación se fue volviendo más áspero y complejo, porque también nos dimos cuenta de que íbamos a seguir grabando indefinidamente. Ahí se incorporó la figura clave de Eugenia Campos Guevara (Gentil Cine), que no solo nos dio otro tipo de estructura, sino que también pasó a formar parte de esta suerte de familia, involucrándose en aspectos que trascendieron ampliamente la producción. En Argentina tuvimos un subsidio del INCAA, en Paraguay, del Fondec, y luego ganamos Ibermedia, que también fue muy importante para sostener los rodajes. Ya en el último tramo, se sumó la coproducción colombiana de Jeronimo Atheortuga (Invasión Cine) y con el fondo de Proimágenes para coproducción pudimos finalizar la postproducción. En el último tramo se sumó también Autentika Films de Alemania (Gúdula Meinzolt y Paulo de Carvalho), nuestros aliados al otro lado del océano.